
Implacable por Paty Herrera
La crisis del campo mexicano es una tragedia nacional solapada por la indiferencia de una clase política mexicana que independientemente de sus colores y filias, han convertido la seguridad agroalimentaria en un tema secundario. Mientras en el Senado se discuten reformas, pactos y discursos para las cámaras, en los campos de Michoacán, Veracruz, Guerrero, Zacatecas y Sinaloa se libra una guerra que los agricultores están perdiendo solos.
El cobro de piso es actualmente la tarifa obligatoria para quien quiere sembrar, cosechar o transportar sus productos. El Narco ha impuesto un sistema de cuotas que va desde permitir la siembra, hasta autorizar la salida de camiones de las empacadoras. Los agricultores pagan, o desaparecen. Pagan, o mueren. Y eso no es una metáfora. Las cifras están acompañadas de nombres que deberían avergonzar a cualquier político con un mínimo de conciencia.
El 20 de octubre fue hallado el cadáver de Bernardo Bravo Manríquez, presidente de la Asociación de Productores y Empacadores de Limón de Apatzingan, fue asesinado tras denunciar extorsiones sistemáticas contra citricultores, así como el miserable pago que les dan a los productores, tristemente sufrió la misma suerte que su padre Bernardo Bravo Valencia. En la misma región, el empresario aguacatero Raúl Calderón fue hallado sin vida luego de ser reportado como desaparecido; su familia había denunciado presiones y amenazas.
En Veracruz, varios líderes cañeros han sido abatidos tras años de denunciar el cerco criminal impuesto sobre productores. El activista forestal Homero Gómez González, quien también trabajaba de la mano con productores locales fue encontrado muerto en circunstancias que evidenciaban el control criminal en actividades agroforestales.
Estos nombres no son casos aislados. Son mártires de una realidad que los políticos quieren opacar con discursos vacíos y planes destinados al fracaso, pero la violencia sigue avanzando a un ritmo que supera cualquier discurso presidencial.
La tragedia que viven miles de agricultores no solo es consecuencia del poder del crimen organizado, es el resultado de un Estado ausente, de gobernadores que se limitan a ofrecer condolencias a las viudas, de gobiernos federales que anuncian operativos temporales que se diluyen en semanas, y de legisladores que prefieren debatir sobre la semántica de la “pacificación” antes que admitir que el campo está atrapado entre el narco y la corrupción.
El impacto económico es devastador: precios manipulados por grupos criminales, rutas controladas por sicarios, maquinaria robada, cosechas quemadas como castigo, y cadenas de distribución detenidas porque un productor se negó a pagar extorsión. Las pérdidas se miden en miles de millones de pesos al año, pero ninguna cifra refleja el miedo cotidiano de los campesinos que deben decidir si siembran o abandonan su tierra.
Los políticos de todos los partidos reciben cuantiosos sobornos, para dejar que el crimen organizado actúe como autoridad de facto: fija cuotas, autoriza cosechas, decide precios y controla rutas. El Estado, por omisión, ha cedido funciones esenciales a quienes empuñan las armas.
Si la clase política no asume su responsabilidad, el campo seguirá desangrándose, y con él la soberanía alimentaria, el empleo rural y la estabilidad de regiones completas. México continuará descendiendo en una espiral de violencia, y cada agricultor que trabaja la tierra lo hará sabiendo que el mayor peligro no es el clima, ni los mercados, sino la negligencia criminal de quienes deberían protegerlos.